Mi primer profesor de Física
Los que conocen mi curriculum vitæ, pensarán tal vez que le dedicaré esta anécdota a mi primer profesor de Física en la Universidad, ingeniero Juan Gómez Martínez. Se lo merece por buen profesor, por excelente persona y por el respeto y afecto que todos los colegas le profesamos. Pero no será por esta vez, pues es sabido que en bachillerato también tuvimos con anterioridad al de la universidad un profesor de Física. Entonces los que me conocen de más atrás pensarán que hablaré de mi primer profesor de Física en secundaria, el padre Ángel María Sepúlveda Niño SDB (q. e. p. d.), quien también se lo merece por las mismas cualidades del ingeniero Juan y al que los que fuimos sus alumnos le profesamos también admiración y agradecimiento. Pero tampoco será esta vez porque cuando el padre Ángel, cuyo cargo era maestro de novicios de los salesianos, dijo en una de las clases que ésa correspondía a estudiar la primera ley del movimiento de Newton o Ley de la Inercia, mi hermano Luis Gonzalo y yo ya sabíamos desde hacía nueve años de qué se trataba y hasta podíamos enunciarla, pero al menos yo, no quise darme ese banderazo ante mis condiscípulos del quinto bachillerato (hoy décimo grado) del Aspirantado Salesiano Santo Domingo Savio de La Ceja.
Mi primera clase de Física la recibí en la parte trasera de una camioneta “Pick-up”, o picop como la pronunciábamos, en el trayecto de la plaza de Sopetrán al Llano de Montaña.
Voy a situar la anécdota en 1953, pero pudo haber sido un año antes o un año después. Era el último día de nuestras vacaciones de julio (en aquella época eran en julio, ahora son en junio). Como era nuestra costumbre familiar, mi hermano Luis Gonzalo y yo las habíamos pasado en la casaquinta de las tías de mi madre, Raquel, Tulia, Ester e Inés, la penúltima casa de la calle José María Villa, allá en la salida para la planta.
Nuestro padre, Gonzalo, forastero en Sopetrán, pero muy apreciado por todos los que lo conocieron, fue al pueblo por nosotros que estábamos de siete y nueve años. Como el transporte de regreso lo arreglan los adultos sin que los niños tengan derecho a opinión, Luisgonza y yo fuimos a dar a la parte trasera de la camioneta ya mencionada mientras nuestro padre compartía cabina con otro pasajero y con el chofer que podría ser el dueño del vehículo. Pero falta otro personaje, a nuestra vista un adulto, los niños ven a los mayores como adultos y a lo mejor hoy en día colijo que hubiera sido un joven universitario al que también se le acababan las vacaciones ese día. El “señor” (las comillas indican que así lo veíamos nosotros los niños) tampoco alcanzó cupo en la cabina y le tocó sentado en el suelo de la camioneta y creo que hasta le dieron la responsabilidad de cuidar de los dos cachifos.
Completaba la carga de aquella camioneta unos bultos de maíz amarillo de los cuales algunos granos se habían salido y estaban regados donde nos sentamos los tres pasajeros de la retaguardia.
El viaje se inició en la puerta del almacén de Cepillo y ya en la bomba Luis y yo nos habíamos dado cuenta de que si tirábamos para arriba un grano de maíz, caía en el mismo sitio como si el carro estuviera quieto y el carro no le hacía el quite de tal manera que cayera en la calle; una y otra vez ensayábamos y los granitos insistían en comportarse como si el carro estuviera parado.
Después de uno de esos ensayos nuestro superior compañero rompió el silencio y dijo sin tono de ínfulas, sino más bien como de amable profe que quería dejar al par de sardinos con un conocimiento prematuro:
–Eso se debe a la Ley de la Inercia.
Y antes de que le preguntáramos qué era inercia y quién había promulgado esa Ley continuó:
–Todo cuerpo en movimiento o en reposo conserva su estado a menos que una fuerza externa lo obligue a cambiarlo.
Inmediatamente nos explicó que el maicito (tomó uno) estaba en el mismo movimiento del vehículo como lo estaban los bultos y también nosotros. Y repitió el enunciado, pero esta vez lanzó hacia arriba el grano y al decir “fuerza externa” le dio un batazo con la mano con lo que sí quedó fuera como nosotros pretendíamos. Aquel granito fue el primero en perder su aspiración de llegar a Medellín, luego le siguieron otros dos pues nuestro amable profe quiso que la lección nos quedara bien aprendida, lo cual se cumplió en el Llano de Montaña.
¿De qué hablamos durante el resto del viaje? ¿Pretenderán ustedes que yo tenga memoria de elefante?, pues no. No me acuerdo. Es posible que nos hubiera dado otra clase de cualquier cosa, pero lo que más me impactó a mí fue la Ley de la Inercia, por eso la conservo intacta en mi memoria.
Recuerdo sí que cuando íbamos por Palmitas y por Boquerón, yo hice sendos ensayos de la Ley de la Inercia para saber si no variaba con la temperatura, claro que esperaba que nuestro profe tuviera los ojos cerrados dormitando, pues me daba pena que me pillara desconfiando de su Ley de la Inercia. Nada, no fallaba: los granitos se seguían comportando como los primeros de la calurosa Calle Real, tanto en el friecito medio templado de Palmitas, como en el cuasipáramo de Boquerón.
El único pago que le he dado al improvisado profe durante toda la vida es recordarlo, porque todas las veces que puedo observar la ley de la inercia desde un vehículo recuerdo aquella clase. Cuando, por ejemplo, veo una mosca volando dentro de un bus sin que se dé de rabos contra el vidrio de atrás, eso es inercia. Cuando lanzó las semillas de una mandarina o de una naranja desde la ventana de un vehículo y ellas nos acompañan mientras terminan su trayectoria parabólica camino del suelo, eso es inercia.
Muchas veces he pensado que aquel joven (aunque lo viera entonces como un señor) es hoy en día alguno de los ingenieros sopetraneros que me preceden en edad y que posiblemente me habré encontrado con él en reuniones profesionales sin que sepa que es él.
Hagamos cuentas: Yo tenía siete años y le calculo a él de 20 a 22, ahora tengo 64… mi primer profesor de Física podría estar leyendo este artículo.
Gabriel Escobar Gaviria
Julio de 2010
Queridos paisanos, parientes y demás habitantes de Sopetrán:
Normalmente cuento este tipo de anécdotas en El Blog de Don Abel, pero ésta la conté aquí porque la pongo como ejemplo para poder ir armando la colcha de retazos que puede convertirse en una gran historia de Sopetrán.
Observen que termino mi relato mostrando el ansia de poder conocer algún día a aquel joven universitario que pudo explicarles a dos niños la Ley de la Inercia de Newton. No descarto la posibilidad de que hoy un hombre de 77 a 79 años esté leyendo esta anécdota y pueda alzar la mano para decir: “Yo tengo un recuerdo de mis 20 años según el cual yo les expliqué a dos niños en un viaje de Sopetrán a Medellín lo que era la Ley de la Inercia” y junta su retacito.
Cada uno de ustedes desde donde me está leyendo puede tener anécdotas parecidas y que creerá muy simples, pongámoslas que podremos tener sorpresas. Este blog se abre en promedio 44 veces al día alrededor del mundo y menos de 10 personas hemos hecho aportes.
Pena me da que me tilden de cantaletoso, pero esto es para todos no es sino perder el miedo. Y los actuales empiecen a contar lo que vean que eso será la historia de mañana. Si este medio hubiera existido en 1953 de seguro yo habría llegado a la casa y habría abierto el Blog: “Hoy un señor que venía con mi hermano y conmigo en la parte de atrás de un picop nos enseño la Ley de la Inercia”.