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martes, 8 de marzo de 2011

Henry Agudelo | Lisandro Yepes, zapatero en San Juan con Carabobo, cree que el Medellín de mediados del siglo XX era mejor que el de hoy, porque se veía más la plata. Las transformaciones arquitectónicas no le sorprenden ni atraen
Al zapatero de San Juan
no se le gastan sus zapatos
John Saldarriaga
Fotos: Henry Agudelo
Tomado de El Colombiano.com (11-03-06)


Lisandro Yepes es zapatero. Ha estado en la misma esquina suroriental de San Juan con Carabobo desde 1949. Entre suelas y puntillas ha visto la transformación de este sector.


Recuerda que, recién llegado de Sopetrán, en el
sector que hoy ocupa no había edificios altos.
Era más residencia y había muchos terrenos sin
construir.

Cuando se quemó parte de la Plaza de Cisneros, me-jor conocida co-mo El Pedrero, en la madrugada del 7 de abril de 1968, lo más se-guro es que Li-sandro Yepes Co-rrea estaba bo-rracho. Al darse cuenta, ese sitio ya estaba en cenizas.
"Es que donde había una botella de aguardiente destapada, ahí estaba yo", reconoce este zapatero de 89 años, quien de éstos ha pasado 62 en la esquina de San Juan con Carabobo, con las puntillas en la boca. No digamos que viendo la vida pasar por esa ancha vía, sino más bien de espalda a ellas, a la vida, a la vía, porque así se sienta él en un baúl pintado de beige, dándole más bien el frente a su cajón de zapatos, que es también su mesa de trabajo, y al muro de las edificaciones del costado suroriental de ese cruce. Para no distraerse, tal vez.
Un delantal de cuero y una gorra de tela dan un toque singular a su estampa. Un zapatero como los de cartilla, como los de los cuentos.
"Resulta que perdí un zapato -contó el día en que lo visité por primera vez-. Un hombre me trajo varios pares para arreglar, casi todos de mujer. Él dijo que ese par lo trajo completo, pero aquí no aparece. Juró que no lo botó en el camino. Y se envalentonó. Me amenazó: que el zapato aparecía o, si no, yo no sé qué. Por eso me fui esta mañana a comprar a San Antonio. Una estampita. Porque dicen que si uno amarra al santo, él hace aparecer el objeto perdido".
Milagro
Cuando comenzó de zapatero, de este oficio
no sabía más que arreglar tapas de tacones.
El mismo ejercicio le fue enseñando lo que
debía saber de él.
Lisandro nació en Sopetrán, el 10 de diciembre de 1922. No siempre ha sido zapatero. Los primeros 27 años los pasó en su pueblo arando la tierra. Se casó muy joven con Margarita Restre-po Restrepo, o-riunda de Ciudad Bolívar, y muy joven quedó viu-do, con dos hijos que levan-tar. Si no hubiera sido por sus padres, él se hubiera enlo-quecido. Ellos le ayudaron a criarlos.
Para colmo de males, en una jornada de cacería con un hermano suyo, por salvar a dos perros de caer por un abismo, en el que sin duda hubieran perecido, cayó él y se fracturó la pierna derecha en tres partes; una de éstas en "el huesito que incrusta en la columna vertebral", dijo, pero, por el lugar que señaló con su mano diestra, seguramente se refería al fémur, cerca de la pelvis, no de la columna.
Poco después, le cayó una trombosis en el hombro izquierdo. Así, cojo, con un desnivel de varios centímetros entre ambas extremidades, y enfermo, decidió venir a Medellín trabajar. Muy viejo para darle trabajo, como le dijeron en varios negocios, decidió volverse zapatero. Se instaló de una vez en esa esquina donde todavía se le ve. Del oficio sólo sabía pegar tapas de calzado de mujer. Confiaba en que el ejercicio diario le enseñaría lo demás.
La estación Cisneros -uno de los edificios más altos del momento, junto al Carré y el Vásquez- y la Plaza de Mercado se encargaban de mantener la estrecha arteria de San Juan convertida en hervidero.
Hablándome, tomó en su mano un zapato de hombre con un roto tan grande en la tapa que dejaba ver su interior y lo incrustó en la punteadora, ese elemento de hierro que tiene forma de pie sin dedos, del que se valen los de su oficio para clavar las puntillas. Recordó que el tranvía pasaba por esa calle todo el día de Occidente a Oriente y viceversa. Llegó a montar en ese vehículo en esos primeros tres años de su llegada a Medellín, de 1949 a 1951, en los cuales permaneció el servicio, pero no era su pasajero estrella. Él prefería caminar hasta su casa de Villa Hermosa.
Caminando, en compañía de su hija, fue un día a la iglesia de las Esmeraldas, Nuestra Señora María Reina, y se arrodilló ante el Señor Caído para decirle: "Señor, lo único que tengo para ofrecerte son dos Padrenuestros hoy y uno mañana. Si me necesitas, llévame contigo; si no, dame alivio". Y comentó: "No sé a qué horas vino Él a operarme, ni cómo lo hizo, pero vino y me dio alivio esa misma noche, mientras dormía. Me levanté caminando derecho, como camino hoy, y fui a rezarle el Padrenuestro que le debía".
En el tren, cuya estación Cisneros le quedaba a dos pasos, también montó algunas veces. Había encomendado a su hija, Rocío, a las monjas de un convento de Maceo, de modo que viajaba a veces a visitarla. Cada vez que iba, la Madre Superiora le rendía un informe un tanto anómalo. Quejas de pequeñas travesuras propias de una adolescente. Hasta que no aguantó más y le dijo: "tranquila, Madre, que yo me voy ya mismo con la niña". Y así lo hizo.
En las imágenes de esos años que ahora pasaban por su mente, zapatos corrían de un lado a otro; tacones sonoros se veían doblar en las esquinas. San Juan era un caos. Esa calle que fue estrecha hasta principio de los años cincuenta, se veía más estrecha aun, sumando esta muchedumbre a la que vertía sin cesar la plaza de mercado. "Cómo no iba a ser mejor ese tiempo, cuando Guayaquil era Guayaquil, si se veía más el billete".
Hasta los setenta, tenía muy claros los cafés, cuyas cortinas metálicas se pegaban por no bajarse nunca. El Dandy, el Santa Cruz, La Canoa, el Árabe, La Luneta, el Perro Negro, el Atlántico. "Si quería oír tango, el Perro Negro; el Atlántico era de negros y costeños", le recordó José Horacio García, un amigo que suele llegar hasta su puesto a acompañarlo a ratos, a sentarse en el bulto de retazos de cuero que Lisandro mantiene al lado del cajón. "Sí, pero no me importaba el tango, sino el aguardiente. Y al Atlántico, aunque de negros, también iba yo". Por ese tiempo, el de los setenta, vio la segunda ampliación de San Juan. Fue entonces cuando quedó tan ancha, que atravesarla era una osadía.
Lisandro les arreglaba los zapatos a cantineros; conductores de buses de pueblos, que cuadraban sus automotores en esa zona, desde Guayaquil hasta La bayadera; comerciantes del mercado; bohemios; cocheros; rameras, y carteristas. Todos tenían que ver con él. Y nunca -ni antes ni ahora- han faltado las mujeres a quienes se les parte el tacón en plena calle y, desesperadas, buscan afanosas con la mirada el oportuno zapatero que las saque de apuros y ahí siempre ha estado este sopetraneño.
Ni mucho ni poco
Lo visité dos días después. Lo hallé buscando la forma de que un trozo de caucho le alcanzara para dos tapas que un hombre -quien esperaba su trabajo parado ahí a un lado, en medias- le pidió ponerle a un par de tenis. Sí, de tenis, por extraño que parezca, con el argumento de que así no se le seguirían gastando. Otro cliente llegó a preguntarle qué había de su maletín, al que habría que remplazarle un pedazo de cuero, en el sitio de la hebilla.
"Nada. Para hoy no lo tengo -contestó Lisandro-. Venga más temprano". "¿Más temprano? Entonces, ¿vuelvo mañana por la mañana?" "Sí".
Empuñando el cuchillo zapatero, cortando el caucho por la línea de lápiz que acababa de trazar, Lisandro me miró para decirme: "yo no soy de problemas. ¿Usté me cree que a la edad que tengo, con una historia más larga que la de Cosiaca, y no conozco la cárcel? ¿Ah?" Ni siquiera en tiempos en los que bebía tanto, que había un comando de policía en el sitio donde hoy está La Alpujarra, llegó a dar con sus zapatos a ese sitio regido por un comandante muy temido, al que todos llamaban Pacho Treinta, porque "repartía treintazos a diestra y siniestra".
El Carabobo peatonal, que vio comenzar en octubre de 2006, no le parece mejor ni peor. En teoría, dijo, si la gente camina más, debería gastar más zapatos, pero su trabajo no ha aumentado.
Casi lo olvidaba: "a todas éstas, Lisandro, -le pregunté- ¿qué hay del zapato perdido?" Él contestó que desató al santo. No lo encontró, pero le hizo el milagro "de otra manera".
Cuenta que el cliente, ese bravucón, había vuelto a amenazarle. Él le ofreció fabricarle otro igual, pero aquél no aceptó. Ya comenzaba a hostigarlo, a arrinconarlo, a insultarlo, cuando llegó un amigo suyo, fotógrafo de la Alcaldía, "¿Vidal es que se llama?" y encaró al sujeto diciéndole que Lisandro tenía quien lo respaldara. El amenazador terminó diciendo que lo dejaría así y se fue sin pagarle el trabajo de los demás zapatos, que valía casi 20 mil pesos.
"¿Si ve que san Antonio me hizo el milagro de otra manera? Mandándome quién me defendiera".
Digamos que la borracherita del 7 de abril de 1968, fue una de las últimas de este nonagenario que mira el mundo desde abajo. "Dejé los vicios hace como cuarenta años. A ellos había llegado bobamente. Cuando uno era joven pensaba que un hombre sin un vicio era pendejo. Hastiado de todo, primero dejé el cigarrillo. Después pensé. Para qué los otros dos, las mujeres y el trago. Le acepté la propuesta a mi hija de que viviera con ella y desde eso estoy viviendo bueno, en La Mansión".
De allá desciende caminando todas las mañanas y regresa también a pie. Asegura que sus zapatos, prodigiosamente, no se gastan ni mucho ni poco. Muestra la suela y la tapa de su calzado, primero un pie, luego el otro, y están intactas como dice, a pesar de tenerlos hace más de dos años.

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